Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las ge­ne­ra­ciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su mi­se­ri­cordia llega a sus fieles de generación en generación.

Él hace proe­zas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la mi­se­ri­cordia – como lo había prometido a nuestros padres – en favor de Abrahán y su des­cen­dencia por siempre.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.